Lectura. Cita bíblica: Mc 7, 14-23
“En aquel tiempo, Jesús llamó de nuevo a la gente y les dijo:
- Escúchenme todos y entiéndanme. Nada que entre de fuera puede manchar al hombre; lo que sí lo mancha es lo que sale de dentro.
Cuando entró en una casa para alejarse de la muchedumbre, los discípulos le preguntaron qué quería decir aquella parábola. Él les dijo:
– ¿Ustedes también son incapaces de comprender? ¿No entienden que nada de lo que entra en el hombre desde afuera puede contaminarlo, porque no entra en su corazón, sino en el vientre y después, sale del cuerpo?” Con estas palabras declaraba limpios todos los alimentos.
Luego agregó:
– Lo que sí mancha al hombre es lo que sale de dentro; porque del corazón del hombre salen las intenciones malas, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las injusticias, los fraudes, el desenfreno, las envidias, la difamación, el orgullo y la frivolidad. Todas estas maldades salen de dentro y manchan al hombre”.
En esta perícopa del evangelio de Marco Jesús no pretende ignorar las tradiciones de su pueblo, solo busca combatir el concepto legalista de pureza que discrimina y excluye a los enfermos, los pobres, las mujeres y los paganos. Los discípulos no cumplen las normas de pureza porque ya habían comenzado a liberarse de leyes que esclavizan y no están al servicio de la vida (2, 18.23 ss.).
Además Jesús responde a la crítica de los letrados y fariseos acudiendo, en primer lugar a las Escrituras (6-8), donde la tradición profética condena la hipocresía del culto sin justicia y de creyentes de la Palabra sin coherencia de vida (cfr. Is. 10-18; 29,13; 58, 1-12; Jr. 7, 1-28; Am. 5, 18-25; Zac. 7).
En segundo lugar, Jesús se basa en los hechos de la vida cotidiana (9-13) para desenmascarar las artimañas de quienes presumen el control de la Ley para manipular la Palabra según sus intereses, por ejemplo, con la práctica del corbán (ofrenda, don) que consistía que si un hijo declara que una propiedad o cierta cantidad de dinero está destinada a Dios queda exento del mandamiento que obliga el cuidado de los padres, ya que a Dios no le agradan las ofrendas que son fruto de la injusticia.
Volviendo al tema de la pureza, si Dios todo lo creó puro, nada de lo que hay en la creación es impuro, por lo que Jesús declara que son el corazón y las acciones del ser humano lo que haca que algo sea bueno o mal a los ojos de Dios. Lo que purifica a una persona es el amor, la solidaridad, la justicia, la misericordia, la entrega a los demás.
Es por ello que esta perícopa del Evangelio, Jesús enseña que el mal viene de adentro. De nuestros corazones «provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino».
En este sentido, la Iglesia nos enseña que tales males son consecuencias del pecado original. La doctrina sostiene que hay algo fundamentalmente fuera de lugar en nosotros, que no todo está bien, que estamos descentrados, sesgados, confundidos. Tal es el caso de la exhortación del Papa Francisco sobre el ayuno (preparación para la Cuaresma del año Litúrgico 2019-2020). Los católicos no nos aferramos a una doctrina de depravación total, pero sí sostenemos que el pecado original se ha introducido en cada rincón y grieta de nuestras vidas: nuestras mentes, voluntades, deseos y pasiones, incluso nuestros propios cuerpos.
Un siglo atrás G.K. Chesterton argumentó que el pecado original es la única doctrina para la cual existe evidencia empírica, porque podemos sentirla dentro de nosotros mismos y ver los efectos de ella en todas partes.
Por lo tanto, una de las señales de nuestra disfunción es que tendemos a celebrar a todas aquellas personas incorrectas y despreciar o menospreciar a las mejores personas. Se debe prestar mucha atención a las personas que no te gustan, a las que consideras desagradables; podrían decirte mucho acerca de tu propio estado espiritual.
Una propuesta de oración a partir de esta perícopa de Mateo sugiere:
- Disposición a ser interpelado por Jesús como los escribas y letrados;
- Recuperación del estado de gracia a través de una conversión autentica como los discípulos;
- Reconocerse susceptible a la “Buena Nueva” del Evangelio bajo la asistencia del Espíritu Santo.
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